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El domingo, en la plaza Mayor de
Estella, le regalé un reloj a mi sobrina-ahijada. Vio el mío y
dijo:¿eló? Y yo: ¿Quieres tener un eló? Y ella: Iiiíiiii. Y quedamos en
comprarlo. Por desgracia, la juguetería de los chinos estaba
cerrada, y nos quedamos los dos haciendo dientes largos, como los
niños de no sé qué película frente a una pastelería (quizá
fuera la de 'Zipi y Zape'), frente al cristal del escaparate. Por suerte, la china empresaria del
comercio juguetero nos vio y, lista, con ganas de vender
(cosa que en este caso me parece una virtud) nos abrió la tienda
entera para nosotros. De niño soñaba que me abrían Purroy, el
paraíso del juguete de la infancia, para mí solo, una noche de
Reyes, y podía elegir lo que quisiera. Algo parecido pasó en ese
momento, cuando nos vimos solos en esa megatienda de la felicidad.
Temí que la niña se dispersara y ya no quisiera solo un eló, sino
toda las ecas (muñecas) del establecimiento todo. Pero no, dimos
con una vitrina con relojes, elegimos uno azul, pagamos y nos fuimos.
Ya tenía su primer reloj, sin haber cumplido los dos años. Fue un 1
de julio de 2012. Cuando sea mayor, se lo recordaré. “Te regalé
tu primer reloj el primero de julio de 2012. El mismo día, por cierto
que la Roja ganó a Italia en la final de Kiev”.
Recuerdo perfectamente mi primer reloj.
Creo que fue tía B., mi madrina, quien me lo regaló. Era digital,
cuadrado y con unos motivos marítimos, un tío pescando, un
barquito. Me lo puse al principio en la derecha pensando que, como
era la mano que mandaba, la mano líder, pues también le tocaría
llevar el reloj encima. Me pareció justo y compensatorio cuando me
indicaron que no, que era a la izquierda a quien correspondía
portarlo. Desde entonces, no puedo con la gente que lo lleva a la
derecha. No soporto esa innecesaria rebeldía, ese atentado a un
cierto equilibrio de la precisión. El reloj como símbolo de lo
preciso; llevarlo a la derecha me parece una tara, algo de tarados.
También recuerdo mi primer Swatch, la
marca de relojes que me ha acompañado siempre, excepto en los
últimos años, que gasto un Hamilton Khaki que me regaló mi hermano
mayor, hace unos cuantos Reyes.
Fue una mañana gris de colegio, año
86 y 87. Mi padre nos llevaba en el Mini Rover Mg negro, matrícula
Na-71731, cuando en un lance con la puerta se le rayó toda la
esfera. Acto seguido me lo dio, lo cual lo vi como un regalo a
medias. Te lo doy pero porque ya no me sirve. Aún así, lo llevé
con orgullo en ese segundo de EGB y años posteriores. Me daba un
toque de distinción, ese reloj de manecillas, a contracorriente de
mi entorno, que ni siquiera llevaba reloj, y si lo hacían eran
casios baratos. El mío, además, era completamente negro. Había que
hacer verdaderos esfuerzos oculares para distintas las negras
manecillas de los negros números y del negro 'fondo de pantalla',
digamos. Y más aún con el rayajo, que nublaba con su polvo
fraccionado toda la parte central. Mis compañeros miraban aquello,
con su garrulismo montaraz, como los indígenas americanos al hombre
blanco cargado de ingenios.
En cuarto de EGB me encapriché de otro
modelo de Swatch que era un completo espejo. Qué gran hallazgo, un
reloj que es espejo. Fui feliz con ese modelo durante muchos meses;
además, permitía reflejar el sol que entraba por la ventana de la
clase con su esfera especular, y hacer figuritas en la pizarra o en
los ojos del resto de los compañeros. En mi primera comunión, mi
padrino Eduardo me regaló uno de esos, más clásicos, que venía el
recorrido de la luna. Lo llevé durante algún tiempo, pero me daba
algo de vergüenza, era como de mayor, no iba tanto conmigo. Lo
guardé en cambio como objeto sagrado en mi caja fuerte y, aunque no
lo llevara en la muñeca, lo llevaba a mi manera en mi coraçon.
Porque los relojes no son objetos
cualquiera. Puedo
prescindir del resto de objetos funcionales de mi entorno, pero no
del reloj que en ese momento llevo. Es, junto con alguna corbata, el
único elemento ornamental que me permito. (Diré también que tengo
una especial tirria a los hombres con cadenita, sobre todo esas de
oro con una medallita colgando, ¡por favor! Hay algunas que se
salvan. La de Holzer, que está leyendo esto ahora mismo, y la cruz
de madera del tenista Djokovic, que me pareció elegante.)
Son objetos sagrados, los relojes,
porque como dice Pedro Izquierdo, en el reportaje de 'Jot Down',
nadie quiere tirarlos. Un día pierden comba, y van al cajón y ahí
se quedan, en ese cementerio de las manecillas que nadie se atreve a
tocar. Y, por suerte, quedan tipos que aún encuentran una honda
satisfacción en esa labor, y los arreglan. No por dinero, que viene
justo, sino porque sí. De eso va este estupendo reportaje (y aquí
quería llegar antes de la introducción de un folio), 'Hacer las
cosas porque sí”, firmado por Nacho Carretero.
He disfrutado mucho con este artículo
al que he caído por azar. Admirable técnica la de Carretero para
plantear uno temas nucleares (los excesos de la revolución
industrial, el consumismo alienante, lo errado de ciertas búsquedas
de la felicidad) a través de una figura antagónica a esos excesos,
el relojero anacrónico Pedro Izquierdo, suerte de 'petibonum' de un
oficio llamado a la extinción, pero al que él se aferra con un
romanticismo numantino que tiene mucho de sabio. Lean este reportaje,
impreso a poder ser, porque está muy bien.
La idea de usar estos reportajes como
material para un relato. Porque el autor ofrece tal cantidad de
detalles que es como si uno hubiera estado en esa relojería. Esas
pinceladas descriptivas, como la del tipo que ama tanto su profesión
que cuando más disfruta es durante el fin de semana, con la tienda
cerrada, inmerso en los engranajes fascinantes del micromundo del
reloj.
Impagable también la alusión a esos
compulsivos del reloj, que poseen hasta cien mil ejemplares, y que se
vuelven unos fanáticos en la precisión de los mismos. No toleran
ningún mínimo retraso en sus funcionamientos, y exigen una total
puntualidad. Eso sí, dice el relojero con ironía, luego llegan
media hora tarde a la cita concertada.
Son los relojes elementos dignos de
adoración, pues han sobrevivido a revoluciones tecnológicas de todo
tipo. Sucederá parecido con los libros, pese al coñazo de ciertos
guruses recalcitrantes. Su magia está por encima de la función.
Claro que hay relojes digitales mil veces más precisos y perfectos
que uno de manecillas pero, por suerte, hay un elemento que va más
allá de la eficacia. Son esos elementos, precisamente, los que más
me interesan. Cuando veo al pintor Gordillo con su reloj digital,
también me tiro de los pelos, por cierto. En el caso de Luis María
Anson, se perdona, porque lo lleva como parte de ese atrezzo
romántico del periodista que necesita conocer los distintos husos
horarios. Nos comentó una vez, Anson, que había estado en todos los
países del mundo, menos en Albania.
El reportaje avanza, como el segundero,
con meandros hacia el capitalismo, con reflexiones algo manidas sobre
la fiebre consumista, pero que no dejan de ser ciertas y que no por
tópicas debemos de dejar de lado. Subrayo esta: “Estamos diseñados
para consumir, y con la crisis no podemos. No hay nada peor que la
sociedad de una economía de consumo... que no puede consumir. El
resultado es miseria y frustración”. No lo dice Carretero, sino
Serge Latouche, economista y profesor de la Universidad de París.
Como en su día con mi reloj a contracorriente, me veo inmerso en una
tendencia cada vez más opuesta a la de la mayoría, y no me
desagrada. Ayer, precisamente se lo comentaba a mi hermano pequeño.
Lo de que estas vacaciones en La Reserva me iban a salir
especialmente baratas. Que estaba gastando, de hecho, mucho menos que
en mi vida diaria madrileña, esclava a menudo de lo que podemos
bautizar como “la dictadura de las cañas”. Traje una bolsa (a
modo de 'colación', y perdón por el arcaísmo) con unas comidas que
tuvo a bien proporcionarme mi tía B. Compré ayer por valor de 10,10
euros algo más en el 'mini-market' y vi que con eso tendría
suficiente para estos cuatro días. Por la noche, en el bareto donde
me conecté a internet, gasté 6,60 euros en una Grimbergen grande.
Bien pagados. Hoy pediré Kronembourg, que es más barata. Y el
placer de hacer justo lo contrario al consumo, alcanzar una agustez
muy considerable con los libros, lecturas, paseos y visita que hoy
haré a la playa. Claro que para eso hay que tener una
infraestructura, comunmente conocida como casa o segunda residencia,
que en su día hubo que comprar y tal.
Ya me entiendo yo, como diría mi
colega Gabi de Pablo.
En la casa en la que vivo ahora, de
modo temporal, en Madrid, cuelga un reloj que le sobrevivió a mi
abuelo Jean. Es uno de esos de barco, rectangulares. Cuando lo miro,
veo la hora, pero veo muchas más cosas. Veo el tiempo de mi abuelo,
todo el siglo XX (1924-2010) y me alegro de que ese objeto le haya
sobrevivido, y que lo tenga en mi poder. Me gusta que forme parte de
mi legado. Forman parte de esas cosas sagradas que, cerraré con un
tópico, ningún dinero puede comprar. Y que nos hacen menos
miserables, y menos frustrados.
Un dia pregunté: ¿Por qué el reloj en la mano derecha?
ResponderEliminarA lo que me contestaron: No entiendo por qué la gente lo lleva en la izquierda, se te clava la ruedecita en la mano.
Me encantó...
Me enamoré de la sencillez, la naturalidad y la impulsividad. Tal vez hoy siga estándolo.